Por: Dr. Diana Torres-Rivera
Especial para Revista Católica Dallas
Crecí escuchando este refrán de mis padres y abuelos; hasta Don Quijote nos lo recuerda sabiamente. Muchas veces imploramos a nuestros hijos que sean agradecidos por todo lo que Dios nos ha dado frente a tanto sufrimiento en este mundo. Sin embargo, no podemos perder de vista que la gratitud es en sí misma una virtud humana que tiene conexión directa con la alegría.
Como ocurre con muchas cosas en la vida, la alegría no se reconocería sin la tristeza; tenemos que ver la oscuridad para apreciar la luz. Brené Brown, investigadora considerada una de las líderes más influyentes en el estudio de las emociones humanas, ha mostrado cómo la práctica de la gratitud nos abre el corazón a la alegría.
Ella se refiere a ser gratos con intención y regularidad. Esta práctica diaria nos protege del miedo, nos mantiene en el presente y nos aleja de la ansiedad de lo que podría ir mal.
La gratitud va más allá de una emoción; está compuesta de acciones que crean un ciclo positivo que nos lleva a ver y vivir la vida alegremente. Todos merecemos ser personas alegres. Aun sabiendo que en la vida se pasan momentos difíciles, estar tristes no debe quitarnos la alegría. Practicar la gratitud crea resiliencia: la capacidad de sobrellevar los contratiempos y salir fortalecidos del otro lado. Ser gratos nos ayuda a ver lo bueno aun en medio de los pesares de la vida.
Con la gratitud viene la alegría, y con ella, la esperanza. En diciembre de 2020, el Papa Francisco ofreció una catequesis centrada en la gratitud. Nos recordó, en un año plagado de miseria y necesidad por la pandemia del Covid19, que la “oración de acción de gracias siempre comienza de aquí: del reconocerse perdidos de la gracia”.
Cuando aceptamos el presente, no importa cuán duro, no nos queda más que dar gracias por la vida y hacer lo que esté en nuestras manos para seguir adelante. Vivir de este modo renueva la esperanza y nos despoja de los pesares que nos atan a la tristeza y al enemigo que nos engaña cada vez que nos hace sentir solos.
La gratitud es el antídoto a la soledad. Dar gracias es, en sí mismo, un acto de comunión con la comunidad, la familia y con Dios. Más que nada, dar gracias nos conecta con la humanidad y con Jesús. En estos tiempos de tanta incertidumbre y cambio, seamos agradecidos como Don Quijote, quien se enfrentó a un mundo vil, lleno de monstruos y molinos, queriendo ver lo mejor en todos los que encontraba.
